Gardel en Casares
a mi padre, Antonio
Cros, en su memoria.
Como en un
cuento borgeano me cuesta decidir si esta historia que voy a referirles me la
contó mi padre o la soñé. Prefiero imaginar que fue él quien me la hizo conocer
ya que se presta más a que la relate un varón y si ese varón tiene su estampa,
mejor. Lo digo porque esta crónica, a mi juicio, es bastante cinematográfica y
mi viejo, ponderada combinación de Hugo del Carril y Alberto de Mendoza, tenía
una pinta bárbara, y hubiera dado muy bien en una película de aquellos años.
Él me contó que una noche del invierno de
1951, con un frío de la gran siete, así dijo, viniendo del Club Social por la
avenida, dio vuelta a la esquina del Bar Terán pegado a la pared y se tragó a
un tipo que venía en sentido contrario, la cabeza gacha para protegerse de la
baja temperatura, igual que él. El hombre trastabilló y se desparramó en la
vereda. El choque y la sorpresa los
dejaron a los dos unos segundos en suspenso. Enseguida mi padre lo ayudó a
pararse.
Primero pensó que lo había lastimado por lo
que tardaba en acomodarse, después notó que era un tipo de cierta edad (mi
viejo apenas había superado la barrera de los 35), atildado, empilchado como un
maitre de cabaret, con un aire medio fuera de época y bastante entrado en kilos.
El hombre dio señales de recuperación y ante
la pregunta acerca de su estado, lo tranquilizó, restándole importancia al
encontronazo y ahí nomás lo invitó a tomar una ginebra. Mi padre cuenta que
aceptó para no desairarlo y que entraron al Bar Terán donde quedaban algunos de
los parroquianos habituales.
-No, qué me voy lastimar, venía distraído, recordando cosas
-comentó. Le faltaba la chalina de seda blanca, el funyi, y estaba completo:
¡qué pinta de tanguero tenía el tipo! Lo ayudaba la voz, porteña y clara, pero
al mismo tiempo escondida, plegada como un pañuelo doblado en cuatro. Al hablar
se demoraba en soltar las palabras, parecía que las saboreaba deleitándose en
su paladeo, ¡qué facha de tanguero tenía!, dice mi viejo que pensaba.
Cuenta que no podía dejar de mirarlo. ¿Qué
hacía un personaje así en la helada noche de Carlos Casares? El aplomo y la
cancha que desplegaba le resultaban casi familiares, lo remitían a algo
conocido, sin embargo no acertaba a descubrir por qué. En realidad, era un tipo
estrafalario, pero, había que reconocerlo, ya recompuesto tenía un no sé qué
confiable, entrador y convincente.
Se reanimó en unos pocos minutos y cuando le
trajeron la ginebra, se la mandó al buche de un saque y pidió otra. Debajo del
sobretodo llevaba un traje cruzado, de corte antiguo, a rayitas. Mi padre me
contó que no aguantó y le dijo:
-¿Y usted, qué anda haciendo por aquí?
El tipo, bien canchero, lo esquivó desde una
sonrisa de dientes perfectos, blancos como el pelo acicalado y prolijo. Tendría
60 años y en lugar de responder a su pregunta se limitó a seguir sonriendo y no
contestar hasta que dando un golpe en la mesa, demudado, soltó:
_¡Pibe! ¡Mi sombrero! –. Mi viejo cuenta que
saltó de la silla y en unos minutos regresó con el funyi al que una ráfaga
helada había arrastrado hasta la puerta
de la intendencia. Era un ejemplar de fieltro negro, muy usado pero de buena
calidad.
-Hay que abrigarse, mi amigo. Este frío es
una mierda –cuenta mi padre que le dijo antes de largarse a hablar. A hablar de
tango. Sabía un montón. Decía que había viajado mucho cuando era joven, que
tenía cantidad de amigos músicos y que el tango le gustaba de alma. Conocía
detalles de orquestas, intimidades de autores, compositores, cantantes; temas,
grabaciones, sellos discográficos, películas del primer cine sonoro, de todo.
Una memoria notable y una sonrisa a prueba de balas. Al hablar, la cara,
redonda como la luna, se le iluminaba a partir de la boca que no dejaba de
sonreír.
Después de dos horas de charla y varias ginebras,
ya bien entrada la noche, mi viejo cuenta que, pensando en el madrugón del día
siguiente, se despidió del ocasional interlocutor y se fue a su casa. Mientras
cruzaba la plaza se iba despabilando sin dejar de recordar la voz y la simpatía
del desconocido contertulio.
Ya en la cocina, desvelado, puso agua en el
fuego para tomarse un mate y sin saber por qué, empezó a tararear:
“Volver, con la frente marchita... Las
nieves del tiempo platearon mi sien. Sentir, que es un soplo la vida, que
veinte años no es nada... ”, y ahí algo pasó, algo lo hizo callar y erizarse.
Se quemó al sacar la pava del fuego y salió
corriendo.
Fue por Hipólito Irigoyen hasta la Avda. San Martín,
patrulló el centro para arriba y para abajo, rastrilló Maipú, Chacabuco, Lamadrid,
Sarmiento, Cnel. Suárez, todas, caminó por la Avda Maya una y otra
vez, fue a la estación, no dejó calle sin andar: el tipo había desaparecido, el
Bar Terán cerrado y no quedaba gente a quién preguntar si lo habían visto.
Cuenta mi padre que esa noche se acostó pero
no durmió y que al día siguiente, a pesar de no poder comentarlo con nadie,
estaba seguro, pero seguro seguro, que el célebre muerto en el accidente aéreo
de Medellín no estaba muerto y que la noche anterior habían tomado varias
ginebras juntos en el Bar Terán.
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