Agudo y lúdico texto del poeta Sebastián Di Silvestro para presentar
"REALIDAD VS REPRESENTACIÓN", nuevo libro de la poeta Cecilia Fresco.
La poesía, pibe, es vida o es chamuyo.
El jardinero y
glosador lunfardo don Luis Santanatoglia, fumador de Saratoga y autor del
legendario aforismo Me cago en el zar de
Rusia y en todos los zarabichitos, seguramente hubiera retraducido la frase
de Meschonnic que afirma Solo existe el
poema si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente
una forma de lenguaje transforma una forma de vida, sentenciando, desde su
altura de bardo popular y barredor de veredas, algo así como La poesía, pibe, es vida o es chamuyo.
Podrán considerar arbitraria la
comparación entre estas dos formas, aparentemente disímiles, de expresar un
pensamiento que resulta afín; y más arbitrario aún, que me permita introducir
en el contexto de esta presentación, la figura entrañable de mi querido –y
absolutamente desconocido para ustedes– don Luis Santanatoglia, jardinero y peón
de maestranza en la escuela de curas donde hice, a mi pesar, la primaria y la secundaria.
Pero ni una ni otra presunta arbitrariedad son tales para mí, porque el asunto
de la evocación y todo el manyamiento de la forma, tienen mucho que ver con las
dos o tres reflexiones que me suscitó Realidad
vs. Representación, el libro de poemas de Cecilia Fresco, sobre el cual estoy
comenzando a darme el gustazo de hablar.
Acá está el libro. Lo tengo en mis
manos. Y cómo las impresiones son de naturaleza más perceptiva que ideológica o
dialéctica, a cuento del enfrentamiento planteado desde el vamos en el título, donde
se nos anuncia que dos sustantivos abstractos se irán a las manos, quiero
volver a referenciarme en una escena familiar que sucede en el living de la
casa de mis abuelos, frente a la tele blanco y negro, cuando con 4 años
cumplidos vi caer sobre el ring a Richie Kates, fulminado por el cross de izquierda de Víctor Galíndez,
que lo noqueó segundos antes de la última campana, en la pelea más sangrienta
que se recuerde y uno de los momentos más
gloriosos del deporte argentino, según sentenciaría mi viejo, hasta el día
de su muerte, en uno y otro foro pugilístico.
Esto fue lo primero que vi en el
libro. La tapa. Que me recordó el nombre de un paraje rionegrino mítico en mi
imaginario: Blancura centro. Y en medio
de esa blancura, precisamente al centro, un boxeador lanzando a otro un cross de izquierda. Porque no fue un uppercut lo que volteó al yanqui en Sudáfrica
en 1976, sino el cross de izquierda,
repentino y como chicotazo, que el negro Galíndez, con la jeta chorreando y a
ciegas, descargó implacable sobre Kates, como descarga Ceci ahora sobre
nosotros estos poemas, para que además de acunarnos en su música rara
/ un poco sola / llena de pajaritos, además de emocionarnos por la
familiaridad de sus paisajes íntimos, los abordemos como una indagación entre aquello
que nos resulta real, en tanto impresión emocional y física y su al menos dudosa
–y nunca lo suficientemente real para naides– representación a través del
signo.
Comenzar
a pensar es comenzar a estar minado, escribía
Albert Camus en medio de la segunda guerra. Claro, porque comenzar a pensar es,
de algún modo, comenzar a estar
amenazados por un “desdoblamiento” que nos circundará mientras vivamos y que
más de una vez amenazará nuestro “sentido de la realidad”, al establecer una distancia
–conflictiva para la conciencia– entre el registro físico, emocional, atávico,
energético, de cada una de nuestras experiencias, acuñadas al arbitrio, o al
efecto o a la causa, de nuestra propia sensibilidad; la distancia –digo– entre
nuestras percepciones sensoriales, y su representación por medio del lenguaje a
través de símbolos, de convenciones, de premisas fijas, en cuya fijación ha intervenido,
haciéndose, la cultura. Es decir: las formas que adoptamos, las que reproducimos
y hacemos propias, las que nos pertenecen, las que nos suceden a toda hora y en
todo lugar, obviamente también a la hora de amar, de padecer, de celebrar e
imaginarnos.
Y es ahí, justo al medio, entre la
realidad sentida –indivisible– y el chamuyo del signo y sus significantes subjetivos,
donde se para Ceci. ¿Con que intención? ¿Detener la pelea? ¿Darle un chupón a
uno de los boxeadores? No. Nada de eso. Va a leer sus poemas. Lo hará
modulándolos suavemente y en el Luna Park o en el Pedro Extremador se hará silencio.
Porque habiendo vivido –y sobrevivido– a la crudeza del clima y de la vida con
el cuerpo y alma, ahora puede nombrar la primavera como un atleta olímpico. Como
rubor de mimbres. Y celebrar. Riéndose.
Sostenida en sí misma, en su palabra
íntima, parada entre Charles Ingalls / y Charles Peirce, la chica que
conoce el ciclo del manzano, la que afirma: cuanto más grande es más lento,
la mamá tremenda parida por sus hijos, la pícara, que sabe que una foto no
muerde, es también la que aprendió con el cuerpo que un poema transforma,
porque vuelve a unir lo indivisible, devuelve al presente la vida sentida –la
neta carnal – y nos confirma una vez más
que el tiempo no es lineal, que heredamos un hilo indestructible / infinito, y que siempre nos bañaremos (…) en el
mismo lago, los amados hasta las estrellas, los vivos y los muertos, en
la realidad física –material– del cuerpo, la casa en que guardamos la auténtica
memoria. El cuerpo: donde lo recordado sucede otra vez.
Por caso, mis recuerdos con el viejo
don Luis, gardeleano impoluto y aforista de fuste, cuyos papeles guardo entre
mis tesoros y en cuyo cuchitril fumábamos de arriba y a escondidas, bancados
por un viejo con sentido común, que nos despabilaba respecto a la amenaza que
implicaba estar expuestos, constantemente, a la potencia oscura de una lacra
clerical y pedófila.
Oiga
joven, esto no es un velodrómo, en estos versos la percanta no da vueltas –hubiera
sentenciado don Luis–. Porque en el
caso de Realidad vs. Representación,
al viejo jardinero –al igual que a un servidor– le hubiera resultado cierta la
afirmación del franchute Meschonnic. Estos poemas existen porque la vida de su
autora transformó su lenguaje. Y es de esperar que su lenguaje, para regocijo y
fecunda introspección de quienes nos reflejamos en su escritura, siga
transformando su vida. De ese modo vamos a poder seguir escuchando –o leyendo– su
voz coloquial cuando escribe un signo es algo / que está en lugar de algo
/ es cierto, pero hubo / un lugar / un lejano país / donde viví una cosa / que
fue ni más ni menos que esa cosa.
¿Y dónde está esa patria –esa tierra
firme– en la que no hay dudas ni “desdoblamientos” y donde las verdades son ciertas,
porque fueron descubiertas con los sentidos y el corazón?
A cuento de esa patria –viva en
nosotros– es que volví a don Luis y a mis abuelos y convoqué a sus almas a sumarse
a esta peña de vivos –y de muertos– que hoy celebramos un libro. Porque esa
patria, a la que nos convoca Ceci con sus poemas, no es más ni menos que la
patria de la infancia, un bloque casi sólido, no
cambia / no se mueve / no se achica, un territorio virgen donde vivimos
realidades que aún nos acompañan, en posturas, en gestos, en modales; de ser,
de parecer, de perdonarse, de volver a elegir. La tierra inevitable, donde cada
momento / tiene su luz, su tono / que dura y pasa / y se pierde para siempre /
y se queda para siempre.
Los habitantes de esa patria –donde
intuyo se hayan las fuentes compasivas de nuestra sanación– son las niñas y los
niños que somos, los que jugamos en los mimbres y pisamos tierra llena de flores, idénticos
entre sí y para sí mismos, en la inocencia y en la entrega.
Lo verán ustedes con sus propios
ojos: las realidades que se enfrentan a sus “representaciones” en estos textos
están pobladas de inocencia. Es una niña la que expresa en un poema el secreto
del principio –indivisible y germinal– del universo. Ese nudo primero, sin
polaridades, al que su alma –poéticamente– se reconoce unida. No a
la chispa / o relámpago / o quién sabe / que engendró la célula / y su
movimiento, sino al principio, porque su poesía intuye, que fuimos,
somos y seguiremos siendo, parte de una semilla, íntegra, cálida, de existencia
anterior a las teorías semióticas.
Cada
sustancia viva –escribió Leibniz– es un espejo viviente del universo (…) y
todos son felices e infelices / según les toque / según puedan / según les de
la gana, escribe Ceci que ahora sabe que todos los viajes son en el tiempo y tiene sus recuerdos cocidos / avalados
por Singer / que es como decir madre. Madre y niña. Sonriéndose a sí
misma a través de sus versos. Consciente de que todo –por todo y por vivido– tiene
sentido / sin ser la maravilla.
Hilvanando una metafísica doméstica
y laica, con el asombro intacto ante la materialidad de la experiencia, dándole
la palabra al cuerpo, para quedar a salvo de cualquier perfección / de
toda calma, celebrando los hijos –con los que nació un poco– y el amor
que no puede explicar con palabras, en sus personalísimos poemas, Ceci pone de
manifiesto una conciencia cultivada en la densidad de lo que es, evidentemente,
la vida, terrenal, receptiva, amorosa, cuyas intimidades conocen sutilmente las
madres intuitivas, las que una vez paridas por sus hijos son para siempre flecha
lanzada.
Pero lanzada en una dirección –nos dice
la poeta– dictada por algo anterior / ajeno / a todo pensamiento.
Dirección, que es sabido, no evade –por natural y por certera– la gravedad del
ciclo de la vida y la muerte, al igual que este libro, afirmado en la vida, no
evade los restos de un pasado (…) las marcas en el cuerpo (…) los
dedos de la lluvia sobre el techo
(…) el sol entre nosotros uniendo cada cosa (…) la
cajita infinita / pesada, la de guardar / cosas tremendas. Porque la vida del espíritu –dejó escrito Hegel– no se espanta de la muerte, ni se mantiene incontaminada de ella. Y
Ceci lo sabe, lo vive, lo expresa: Una ausencia todas / las ausencias (…)
Los
que murieron tienen el tiempo eterno (…) no se apuren, todos / vengan / no
es necesario irse tan rápido.
Versos dados a luz por un espíritu –a todas pruebas poético– sustentado en la
vida y también en la muerte, pero completamente entregado al presente para
que la felicidad trabaje.
El
ser iguales a quienes verdaderamente somos debemos crearlo en nosotros mismos, propone
en La danza de la realidad el chileno
Alejandro Jodoroski. Y yo pienso que Ceci, sin pretensiones ni veleidades, ni
ostentación de ningún tipo, con este libro, donde ha logrado –como señala
Carolyn Riquelme en su reseña– hincar el
trabajo de escritura en lo mínimo (…)
para decirnos que la alegría también la podemos nombrar, ha conseguido a su
vez –con manos luminosas– crearse nuevamente idéntica a sí misma, para seguir
mirándose de frente sin mosquearse, para seguir amando y asombrándose
–simplemente– y de ese modo seguir prodigando versos como espejitos, donde sus
lectores podremos mirarnos y reconocernos, una y otra vez.
Por lo demás espero que ustedes
sepan disculpar esta perorata sarmientina, echada desde el púlpito de un candor
romántico, ya que finalmente no han sido los signos ni las representaciones subjetivas
que utilizó Ceci para expresarse, las que me conminaron a compartir mis
apreciaciones con respecto al libro, sino la resonancia de su palabra en mí, el
brillo amoroso de una longitud de onda, la afinación de una cuerda que misteriosamente
sentí propia, en su intención fecunda de soltar lo sufrido, aceptar lo pasado y
celebrar la vida, que transcurre en presente, a la vez que vamos criándonos los
unos a los otros –creándonos– en los avatares de la conciencia y la cultura,
mientras todo se mueve lento / y continuado (…) de la raíz a la luz / juntando
cada sol / dejando lo que no.
Sebastián
Di Silvestro
* Las
expresiones resaltadas en negrita son versos y/o títulos de los poemas
incluidos en Realidad vs. Representación
de Cecilia Fresco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario