domingo, 16 de junio de 2013



Gardel en Casares

a mi padre, Antonio Cros, en su memoria.  







Como en un cuento borgeano me cuesta decidir si esta historia que voy a referirles me la contó mi padre o la soñé. Prefiero imaginar que fue él quien me la hizo conocer ya que se presta más a que la relate un varón y si ese varón tiene su estampa, mejor. Lo digo porque esta crónica, a mi juicio, es bastante cinematográfica y mi viejo, ponderada combinación de Hugo del Carril y Alberto de Mendoza, tenía una pinta bárbara, y hubiera dado muy bien en una película de aquellos años.

Él me contó que una noche del invierno de 1951, con un frío de la gran siete, así dijo, viniendo del Club Social por la avenida, dio vuelta a la esquina del Bar Terán pegado a la pared y se tragó a un tipo que venía en sentido contrario, la cabeza gacha para protegerse de la baja temperatura, igual que él. El hombre trastabilló y se desparramó en la vereda. El choque y la sorpresa  los dejaron a los dos unos segundos en suspenso. Enseguida mi padre lo ayudó a pararse.

Primero pensó que lo había lastimado por lo que tardaba en acomodarse, después notó que era un tipo de cierta edad (mi viejo apenas había superado la barrera de los 35), atildado, empilchado como un maitre de cabaret, con un aire medio fuera de época y bastante entrado en kilos.

El hombre dio señales de recuperación y ante la pregunta acerca de su estado, lo tranquilizó, restándole importancia al encontronazo y ahí nomás lo invitó a tomar una ginebra. Mi padre cuenta que aceptó para no desairarlo y que entraron al Bar Terán donde quedaban algunos de los parroquianos habituales.

-No, qué me voy  lastimar, venía distraído, recordando cosas -comentó. Le faltaba la chalina de seda blanca, el funyi, y estaba completo: ¡qué pinta de tanguero tenía el tipo! Lo ayudaba la voz, porteña y clara, pero al mismo tiempo escondida, plegada como un pañuelo doblado en cuatro. Al hablar se demoraba en soltar las palabras, parecía que las saboreaba deleitándose en su paladeo, ¡qué facha de tanguero tenía!, dice mi viejo que pensaba.

Cuenta que no podía dejar de mirarlo. ¿Qué hacía un personaje así en la helada noche de Carlos Casares? El aplomo y la cancha que desplegaba le resultaban casi familiares, lo remitían a algo conocido, sin embargo no acertaba a descubrir por qué. En realidad, era un tipo estrafalario, pero, había que reconocerlo, ya recompuesto tenía un no sé qué confiable, entrador y convincente.

Se reanimó en unos pocos minutos y cuando le trajeron la ginebra, se la mandó al buche de un saque y pidió otra. Debajo del sobretodo llevaba un traje cruzado, de corte antiguo, a rayitas. Mi padre me contó que no aguantó y le dijo:

-¿Y usted, qué anda haciendo por aquí?

El tipo, bien canchero, lo esquivó desde una sonrisa de dientes perfectos, blancos como el pelo acicalado y prolijo. Tendría 60 años y en lugar de responder a su pregunta se limitó a seguir sonriendo y no contestar hasta que dando un golpe en la mesa, demudado, soltó:

_¡Pibe! ¡Mi sombrero! –. Mi viejo cuenta que saltó de la silla y en unos minutos regresó con el funyi al que una ráfaga helada había arrastrado  hasta la puerta de la intendencia. Era un ejemplar de fieltro negro, muy usado pero de buena calidad.

-Hay que abrigarse, mi amigo. Este frío es una mierda –cuenta mi padre que le dijo antes de largarse a hablar. A hablar de tango. Sabía un montón. Decía que había viajado mucho cuando era joven, que tenía cantidad de amigos músicos y que el tango le gustaba de alma. Conocía detalles de orquestas, intimidades de autores, compositores, cantantes; temas, grabaciones, sellos discográficos, películas del primer cine sonoro, de todo. Una memoria notable y una sonrisa a prueba de balas. Al hablar, la cara, redonda como la luna, se le iluminaba a partir de la boca que no dejaba de sonreír.

Después de dos horas de charla y varias ginebras, ya bien entrada la noche, mi viejo cuenta que, pensando en el madrugón del día siguiente, se despidió del ocasional interlocutor y se fue a su casa. Mientras cruzaba la plaza se iba despabilando sin dejar de recordar la voz y la simpatía del desconocido contertulio.

Ya en la cocina, desvelado, puso agua en el fuego para tomarse un mate y sin saber por qué, empezó a tararear:

“Volver, con la frente marchita... Las nieves del tiempo platearon mi sien. Sentir, que es un soplo la vida, que veinte años no es nada... ”, y ahí algo pasó, algo lo hizo callar y erizarse.

Se quemó al sacar la pava del fuego y salió corriendo.

Fue por Hipólito Irigoyen hasta la Avda. San Martín, patrulló el centro para arriba y para abajo, rastrilló Maipú, Chacabuco, Lamadrid, Sarmiento, Cnel. Suárez, todas, caminó por la Avda Maya una y otra vez, fue a la estación, no dejó calle sin andar: el tipo había desaparecido, el Bar Terán cerrado y no quedaba gente a quién preguntar si lo habían visto.

Cuenta mi padre que esa noche se acostó pero no durmió y que al día siguiente, a pesar de no poder comentarlo con nadie, estaba seguro, pero seguro seguro, que el célebre muerto en el accidente aéreo de Medellín no estaba muerto y que la noche anterior habían tomado varias ginebras juntos en el Bar Terán.  







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